El teatro es eminentemente polifónico. Y en términos de frecuencia, a la multiplicidad de voces se corresponde cierta multiplicidad de cuerpos.
Monodrama, monólogo, soliloquio..., las teorías tratan de nombrar, de clasificar, de ordenar los regímenes de ausencia de pluralidad de cuerpos en escena, en diferentes niveles, con una heterogeneidad manifiesta. Sólo para ejemplificar, el diccionario de Patrice Pavis, define “monodrama” como aquellos casos en los que se habla de “un solo personaje o en su defecto de un solo actor, susceptible de asumir diversos personajes”. Se acordará, sin demasiadas dificultades, en que la diferencia es notable, porque de hecho un solo personaje puede ser representado por más de un actor. Que “mono” remita a “uno” es un parámetro pobre para sostener cualquier afirmación, si no se puede siquiera deslindar entre actor y personaje (suponiendo, además, que sea válida esta diferenciación en todos los casos, cosa que no es).
El tema es complejo, por lo tanto, todo acercamiento al mismo será necesariamente un acto de simplificación. Éste es tan sólo un breve recorrido por algunas obras que proponen diferencias entre sí, al postular el trabajo de un único actor (a veces acompañado por un músico). Es necesario aclarar que el camino que encara esta nota es parcial, dado que hay (muchos) más unipersonales en la ciudad de Buenos Aires que los que se van a mencionar, ya que a medida que se empezaba este texto, algunas obras bajaban de cartel y otras subían. La elección, por otra parte, no conlleva una decisión valorativa. Se trata de los unipersonales presenciados (aunque alguno de todos ellos decidió esta escritura, pero eso ya no es importante para el lector).
Este texto intenta demostrar que son tales las divergencias cuando hay uno solo en escena (o casi solo), que es imposible sostener ciertos prejuicios (que los hay, los hay) sobre los unipersonales.
Se podría decir que lo que tienen en común todas las puestas que se van a tratar aquí, es que construyen personajes. De ahí en adelante, cada una articula su singularidad.
Las coplas del cartonero masón es un espectáculo que elige una posición fuertemente narrativa. Amadeo asume la responsabilidad de la palabra, se presenta a sí mismo como fuente del relato, cuenta (y canta) “su” historia y, en la mayoría de los casos, la voz de los otros es introducida por él mismo en su narración. La presencia de los demás personajes que constituyen la historia, es sólo verbal y se integra en el discurso de Amadeo. Siempre es él quien elige y organiza la palabra de los otros. La única excepción es en relación con Don José, cuya “voz” aparece primero a través de la lectura de una carta suya (hay una búsqueda de preservar su palabra, de mostrar que sólo puede aparecer estratégicamente mediatizada) y luego a través del grabador, que en un primer momento no constituye distancia temporal ni espacial, sino que funciona como si Don José hablara en ese momento. La segunda aparición de la voz de Don José, grabador mediante, es diferente, porque él ya está muerto y el registro de su voz, sirve para mostrar algo así como la “eternidad”de sus palabras sobreviviéndolo.
El espacio, reducido, es constantemente recorrido. Hay un aprovechamiento de lo que ya estaba, no una escenografía armada para tal fin. Si hay una puerta, se la utiliza para entrar y salir. Una pared se convierte en un espacio plano para dibujar...
La voz (en tanto emisión vocal) está puesta en primer plano, tanto en el canto como en la narración. La palabra, a través de esa insistencia sonora, se permite la construcción poética sin necesidad de justificación. Hay un detenerse en la materialidad de las palabras que resuenan con todas sus dimensiones y oscilan entre la más bella poeticidad y cierto humor, levemente irónico, casi sutil.
Amadeo elude sistemáticamente toda construcción de interlocutor, como si contara sin contarle a nadie. Hay en el espectáculo una firme presencia de la primera persona que no busca vínculo. La historia es -y si no se escucha, también es- más allá de los posibles espectadores. Unos minutos antes del final articula un “ustedes”que presagia algún giro en la acción, una transformación. La intervención final es de otro orden.
El relato, en extensión, es relato de lo que ya pasó, una clausura en el pasado, pero hacia el final, el presente y, aún más, el futuro, se inscriben como certeza y cambian el curso de las cosas, convierten la narración en otra cosa ¿En qué? Vale la pena averiguarlo...
En el caso de Severino hay un espacio preparado que no hace sospechar el “uno solo”. No es despojado, sino que construye expectativa de realismo. Una habitación descripta en detalle a través de los objetos, que se postula como un lugar habitado por múltiples personajes y esto, aunque el actor sea uno, será verdadero. Porque la habitación se puebla de cuerpos y de voces en un cuerpo magistralmente desdoblado por Pablo Razuk.
En Severino se oscila entre la actuación y la narración desde la primera persona, para poner de manifiesto la subjetividad, que es uno de los recursos posibles cuando el personaje es un existente histórico, como es el caso de Severino Di Giovanni. La primera persona es una estrategia eficaz para articular el punto de vista. ¿Cómo dar cuenta de la interioridad de un personaje de la Historia?
Lo que Severino cuenta, no es construcción de un ser individual, sino de alguien que interactúa, que se constituye en lo que es, porque hay otros, aliados, amantes, enemigos... La reposición de los ausentes recorre múltiples variables, todas sumamente efectivas.
Lo que convierte esta puesta en una pieza bellamente extraña, es que, a pesar de que el actor está solo, la sensación en la escena va en un sentido contrario, como si se percibiera la pluralidad.
La energía del actor se multiplica, se despliega. El protagonista, incluso, se presenta como polémico. Tiene matices. Y que desde la primera persona se eluda una posición maniquea y se siembren las inquietudes y las dudas, es una muestra acabada de un cuidadísimo trabajo de actuación.
En el caso de Un único mundo la estrategia para montar el unipersonal difiere de las anteriormente mencionadas. El actor, Carlos Vignola encarna nueve personajes distintos, que son fácilmente reconocibles en el marco de la historia, por varias razones. La primera, la ductilidad del actor que lleva adelante cada uno de los roles; la segunda, ciertos juegos fonéticos propuestos por el texto que permiten delimitar el habla española de la indígena y un cuidadoso, prolijo y adecuado discurso para cada uno de los personajes en juego que impide cualquier tipo de confusión. La ausencia de la contaminación de voces, cuando la emisión vocal proviene de una sola persona, muestra al actor en primer plano.
Es significativo que la puesta en la que se puede reconstruir el mayor número de personajes, absolutamente divergentes entre sí, es la que trabaja (y es una acertada decisión, a concluir por el resultado) con el espacio y el vestuario más neutral. Un lienzo negro, cuadrado, sobre el piso delimita el espacio en el que la ficción ha de tener lugar. La ropa negra, sin adornos, le permite oscilar del varón a la mujer, con un simple descubrirse un hombro. El resto son actitudes corporales, gestos, audacias o indecisiones para pasar del humor a la aventura, de la ironía a la ternura, de la guerra a la historia de amor y de allí al drama, como ya se sabe, puesto que es una ficción respecto de la conquista de América.
Hemos asistido a un narrador en primera persona que asume su lugar como tal y organiza la historia, a un personaje que construye un punto de vista que tiñe todas las siguientes intervenciones desde su perspectiva, a un actor que diferencia en escena a los nueve personajes que representa.
El siguiente caso tiene una particularidad: ¿cómo puede ser que el actor en escena no se construya como responsable de su voz? En Melancólicas vacas hay un modo de actuación que fluctúa entre construir una identidad y desarticularla.
La unicidad del que está presente en escena se quiebra a través de dos recursos: la oscilante construcción del interlocutor y la imposibilidad de reconocer al que enuncia.
Con respecto a la primera instancia, se puede observar que pasa del “tú genérico”, que es un modo de construir impersonalidad (en lugar de “uno va al teatro y se siente feliz” sería “vas al teatro y te sentís feliz”) hacia la construcción de un interlocutor específico.
En relación con la segunda instancia puede afirmarse que son tantos los intertextos puestos en juego, que es imposible discernir quién es el que enuncia. Ahora bien: si es cierto que el actor es uno, sería imposible decir que está solo. Por el contrario, está en compañía de una importante serie de objetos de lo más extraños que lo secundan e interactúan con él, incluidas ciertas cámaras que lo filman en escena. ¿Alguien imagina un artificio tecnológico? No, en absoluto. Todos los objetos son obsoletos, fragmentarios, absurdos, ocupan con insistencia el espacio escénico y funcionan como índice de cierta decadencia. Pero no es fácil construir referencia con el afuera de la escena. Una, sí, hay que decirlo, vaca de metal, o mejor dicho símil de cadáver vacuno metálico, cuelga en el centro de la historia y cuando cae, y retumba sobre el piso suena a metal pero deja como resto polvo, aserrín tal vez...
Begoña (ópera pop o simulacro delírico de una diva en cautiverio) presenta una posición distinta: ella es para un espectador. Todos sus gestos, sus poses fotográficas esperan el momento de la instantánea. Este espectáculo, eminentemente musical, magistralmente interpretado por Georgina Frère, que tiene una de esas voces prodigiosas, tiene correlato en una historia de diva, que temáticamente escondida, no hace otra cosa que mostrarse.
Desde una perspectiva absolutamente lúdica se construye una historia en la que la protagonista no le habla a un espectador, sino que posa para él. Los fragmentos se van reconstruyendo con diversos recursos, de lo más variados, hasta armar una pieza perfectamente comprensible.
Begoña, aunque sea un unipersonal, tiene doble compañía: una asistente que puede desde alcanzarle ropa hasta iluminarla con un foco, y otra que será mejor no develar...
Harina es la última parada en este recorrido, una vieja estación por la que ya no pasa más el tren. Rosalía asume el relato desde la nostalgia. Son los recuerdos, los personajes que ya no están, los que crecieron desde las fotos, los nombres propios sin función, que otrora remitían a los lugares donde el ferrocarril se detenía.
Como los fantasmas, sencillamente conjurados a través de la segunda persona, Rosalía pone en escena el diálogo de manera sistemática, como si no estuviera sola. Reconstruye las conversaciones con su madre, con su padre, con Fernández, doña Emma, don Ángel..., no habla consigo misma, cuando no cita se dirige a un otro, construye a alguien que la escucha, comparte sus opiniones, argumenta para él, le muestra caminos y estaciones, le explica... .
Rosalía no está sola, aunque Carolina Tejeda lo esté, porque su discurso ingenuo y esperanzado a pesar de todo, es un discurso que construye un interlocutor necesariamente, atento, por “prepotencia de” ternura.