Sábado, 02 de Septiembre de 2017
Miércoles, 29 de Diciembre de 2004

A mamá, variaciones sobre un tema trágico

Por Karina Mauro | Espectáculo A mamá
Una de las maravillas que nos ha legado la sabiduría de nuestros antepasados, es la invención del tiempo cíclico, artificio que enfrenta al hombre con su pasado y con su futuro en un mismo movimiento. Las fiestas constituyen su más clara expresión actual y quizá por eso nos resulten tan incómodas, al punto que la mayoría declara odiarlas y ensaya artilugios de todo tipo para escapar de ellas. Se ha dicho que las mismas abren el espacio para el balance. Y no es cierto que eso implique determinar lo bueno y lo malo como resultado de circunstancias fortuitas. Detrás de esa fachada maniquea se esconde la verdadera comprobación: la que nos dice qué se ha podido cambiar y cuánto hemos repetido nuevamente por el simple hecho de que no podemos hacer otra cosa. Y es la familia, esa misma que se reúne al lado del árbol navideño, el reino y la matriz de todas nuestras repeticiones. A mamá... ubica a los personajes de La Orestíada de Esquilo, familia complicada si las hay, alrededor de una mesa de fin de año. Como lo que nos ha tocado en estas latitudes es atravesar las fiestas con calor, la puesta se propone y consigue recrear en el espectador la agobiante y conocida sensación producida por la explosiva mezcla de altas temperaturas, abundancia de comida, exceso de alcohol y sobredosis de parientes. Coloca, para ello, todos los lenguajes al servicio de esta sensación de encierro, más elocuente allí que en el argumento que se teje en las discusiones que se suceden (o que no pueden desarrollarse...). El clásico comienzo trágico in media res se traduce aquí en una deliciosa serie de conversaciones banales con las que el espectador no puede evitar identificarse mientras se va acomodando. La escenografía reproduce miméticamente el repertorio de objetos reconocible en cualquier mesa navideña que se precie y se suma a la cuidada utilización del pregnante espacio de la sala Apacheta durante todo el desarrollo de la obra. El cuadro se completa con una colección de sonidos alusivos, entre los que sobresale la torturante música expelida por el arbolito. Las numerosas referencias a la tragedia, algunas de ellas exquisitas, como la de las erinias devenidas mosquitos o las charlas telefónicas con la “tía Helena”, son un tema aparte. Tienen la delicadeza suficiente como para agradar a quienes conocen la trilogía de Esquilo, pero al mismo tiempo no molestan a quienes aún no han tenido el placer. En medio de ellas, resulta paródica la alusión al texto estrella Libertad Lamarque como madre irreprochable, construido a lo largo de numerosos films y telenovelas (y no sólo por La sonrisa de mamá, la cual se menciona explícitamente). Sobre la base de todo lo antedicho se apoya lo fundamental de A mamá..., que es el trabajo de los actores. Su tarea es la de dar forma a caracteres con la suficiente particularidad como para volverse universales. En este sentido se destacan las creaciones de Paula Fernández y Clara Korovsky y el rol que cumple el vestuario. Es interesante el recurso de la mirada a público porque es allí donde la presencia escénica de los intérpretes queda más expuesta. Como resultado, queda la certeza de que la verdadera imposibilidad de estos seres no es la del asesinato por venganza de sangre, demasiado lejano para nuestra época, sino la de decirse las cosas a la cara. En A mamá... es la palabra el arma que no consigue hundirse en el cuerpo del otro para ser capaz de modificar algo. Cada una de las numerosas interrupciones musicales (un increíble popurrí de canciones que nos enseña lo que los argentinos fuimos capaces de escuchar) transforman la cena navideña en un discurso quebrado que es la única expresión posible de aquello que todos quieren decirse y no pueden. El caso mas extremo es el de una Electra que no le dirige la palabra a su madre, cuando no es exactamente de falta de palabras de lo que padece, tal como lo demuestran los bellos monólogos que tiene a su cargo. Así, la histérica insistencia de querer justamente aquello que no se puede hacer, reduce el cuestionamiento de los hijos a meros arranques infantiles. Y nos recuerda que, a falta de ajusticiamientos lo único que queda entonces es comer, brindar, dormir la siesta mientras nos comen los mosquitos y despedirse hasta el año que viene. A menos que el año joven sea más benévolo con nosotros y nos traiga las palabras que no pudimos pronunciar éste.
Publicado en: Críticas

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