Viernes, 26 de Abril de 2002
Alta en el cielo...
Una escuela va a ser derrumbada dejando paso a la arbitrariedad de nuestro tiempo: el shopping será el edificio que reemplace con productos digeridos a aquel espacio anterior en donde la educación supone un bien mucho más preciado.
El hombre que fue niño en el pasado –Miguel- decide concurrir a este espacio ratos antes del derrumbe. Consigo lleva los recuerdos, las incertidumbres de la memoria, los huecos lacerados de una historia que se construye y destruye entre las idas y vueltas de lo que fue y de lo que va a venir. El deseo y la desesperanza, el miedo y el placer, los mandatos y el modo en el que se ingiere –desde niño- lo que los mayores deciden que sea lo que debe ser aprendido...Todo esta gama de valores funciona como eje temático a lo largo de Pequeños fantasmas.
El juego temporal, sus idas y venidas, es lo que le otorga complejidad a un planteo que de por si parece ingenuo y algo unilateral en su patriotismo. Esto último encuentra su máximo extremo, luego de ser bordeado por el texto, en el objeto más simbólico de la puesta: la “bandera” de cartón que flamea en quietud durante toda la obra.
Sin embargo el dilema surge de la trama interna...
La alternativa frente al derrumbe arquitectónico (instalación de un shopping) sugiere una escuela en donde los contenidos escolares giran alrededor de la memorización de los caracteres físicos de los próceres –pelado, no pelado, esbelto, no esbelto- y no tanto de los pensamientos de tales seres. De este modo, la oposición shopping-escuela, queda asimilada en un punto: el espacio para desarrollar el proceso de enseñanza-aprendizaje (escolarización) queda relegado a un recuerdo que presenta valores negativos –la repetición de contenidos arbitrarios, la Historia fáctica, los maestros que se recuerdan como voces en off con locución perfecta-.
Si bien es cierto que esto pasó y sigue pasando dentro del ámbito educacional ¿es eso lo que recordamos con amor y lo que queremos salvar frente a una alternativa tan tremenda como es la demolición de un colegio?
Si el espacio escolar se construye con este discurso, parecería que la idea de shopping y de escuela se basa en la misma construcción de espacio narrativo: para ambas se alza un “monumento”. Cuando hablamos de “monumento” nos referimos a espacios que presentan contenidos digeridos y formulados como verdades. Si tomamos en cuenta las diferencias entre lo que es ser “consumidor” y ser “ciudadano”, al colegio vamos a aprender, al shopping vamos a consumir. Cuando el colegio pasa a ser “monumento”, consumimos también en este espacio...Consumimos contenidos sin digerirlos, sin repensarlos, sin analizar los pensamientos.
...Entonces, lo más fuerte de la puesta parecería ser el planteo ideológico de los autores. Si bien el tema que se plantea es actual, interesante y poco transitado en el ámbito teatral, está tratado desde un lugar conservador, aunque se plantee una crítica a este tipo de fenómenos que van en contra de nuestra cultura y nuestro patrimonio nacional.
Un vínculo extraño
Junto a Osvaldo Santoro, protagonista y co-autor junto con Manuel González Gil, se presentan como personajes de esta historia cinco niños que vienen a representar la memoria del adulto y se transforman desde ese pasado en un permanente presente ficcional.
En medio de la pequeñez de estos fantasmas, el hombre intenta ir más allá de su aspecto físico que lo devela adulto de una vez y para siempre, y entonces decide jugar el juego de los otros, y convertirse de ese modo en un pequeño más...Pero sabemos que carcaza e interior van más o menos juntos –las más de las veces- y entonces resulta extraño el procedimiento. Un hombre grande reviviendo su niñez hasta el punto tal de llegar a confesarle su amor a una niñita tiene, creo, dos posibilidades: Una, la de la perversión. Pero no es el caso porque no parece ser voluntario en el planteo que se explote la idea de un hombre grande recordando deseoso a una niña. La otra, y es la elegida aquí, es la intención de virar el encuentro hacia un romanticismo adolescente que no pretende ser más que un lindo recuerdo para el corazón, sin embargo, a mi parecer, la imagen del actor gigante y la actriz-niña angelical resulta, o demasiado potente como perversión óptica ficcional, o ciertamente incorrecta si se la mira desde el lado de un recuerdo abuenado. Pero aquí la instrumentación de la ingenuidad del niño funciona una vez más –nos ha pasado ya varias veces- como perversión real, y no como perversión representada. Hay algo del orden de lo real que sobrepasa la ficción que se intenta construir.
Un niño es portador de un relato que no merece, o que por lo menos, del modo en que está tratado, nuevamente hace recordar al desfasaje con el que debe cargar la actriz-niña anterior: El niño, en medio de una laguna memorial en la lección que le toma el maestro “voz off” es interrumpido por Miguel (Santoro) que ya desde el presente le recuerda que él está “desaparecido” y ese que está allí –niño que no “recuerda”- ahora no es más que un fantasma, ya no de la mente del adulto, sino fantasma del territorio nuestro ( de la patria mía ), que yace debajo de la tierra o debajo de nuestro río... Parecería, sin embargo, que este tipo de situación que bambolea entre la dudosa densidad de una perversión y la no voluntariedad de tal, formara una cadena generando efecto dominó en otras imágenes. Otra vez sopa: la perversión de la imagen vuelve sin retorno; el niño que tenemos enfrente - niño actor - es representante actual de algo de lo que deberían hacerse cargo los adultos, si dentro del campo artístico pretenden generar función poética para reflexionar sobre las catástrofes de la vida...Resulta algo peligroso ver a los niños - un poco desprotegidos en la puesta- como portadores fundamentales de un relato tan cruel del que ellos no pueden hacerse cargo. ¿Por qué no pueden? En realidad la imposibilidad no es por el “ser niño”, porque muchas veces un niño puede llevar a cabo situaciones teatrales mucho más efectivamente que un adulto. El problema aquí parecería ser de otro orden: Nos encontramos frente a un discurso adulto emitido por niños en un tono para niños. Cabría la pregunta ¿cuál es el espectador modelo pensado para esta obra? Porque tampoco se producen procedimientos por los cuales el adulto se sienta sumergido en una sustitución en la cual él se sienta ocupando el lugar de un niño por identificación con los actores pequeños.
Luz rosa, un carro alado
Nuevamente, la niña nos introduce en un terreno complejo. Siguiendo la línea de las imágenes planteadas hasta ahora, hay un momento en que la declaración de amor cobra intensidad, pero una vez más, no parece que de esto se hagan cargo los autores. Mientras Miguel recuerda la “cintura” de la niña a la que amó, vemos a la pequeña hamacándose en una especie de dispositivo-carrito, teñido por una luz rosa. Las trenzas, el guardapolvo, la cara fresca, los zapatos, toda la claridad que nos ofrece esa imagen se transforma en pura densidad. Ella ahora es portadora del deseo de un adulto, y la ingenuidad de su acción le da un carácter que, reforzado por la luz, convierte la escena en una postal bizarra interesante. Pero como se ve claramente que no es esa la estética buscada, queda fuera de contexto y no se la puede pensar como marca estilística.
Los niños, aquí, no son tratados como niños, son parodiados como niños.
Más hacia el final, las cinco criaturas salen a defender el espacio; minutos antes del derrumbe, cada uno de ellos lleva en sus manos las armas –armas de los niños, sus materiales de estudio -: escuadras, reglas, etc., funcionan como signos mutados: con ellos disparan hacia adelante defendiéndose del enemigo. La guerrilla flota como nuevo fantasma, y una vez más, los protagonistas piden con sus rostros frescos no hacerse cargo.
La bandera mía
Volvamos a la escenografía...y al simbolismo de los objetos que la conforman.
Los objetos que vemos nos redactan una narración descriptiva de lo que podría ser un patio de colegio. La bandera, al costado izquierdo y cerca del proscenio nos habla permanentemente de su ser y estar allí. Parecería que todo lo que se produce desde la puesta, pasa por esa imagen simbólica blanca y celeste antes de llegar al receptor. La bandera mediatiza el mensaje estético.
Es en ese punto en donde la dirección parece fallar en relación al tratamiento de las actuaciones, que no conforman un peso específico mayor y un conflicto que supere a los elementos dados, denotados (bandera, luces, música, voz off)...Lo que “está” es más fuerte que lo que está “construido”. El orden de lo real se actualiza más efectivamente que el orden de lo ficcional.
¿Cuál es la patria que queremos salvar?
¿Cuál es el misterio poético al que necesitamos recurrir para repensar la educación y el estado de las cosas de la Argentina como “patria”? ¿Cuáles son los preceptos a recuperar de ese pasado que fue mejor?
¿Por qué se elige la idea de un maestro -Dios omnipresente- que pide que se repita la lección?
¿Por qué se opta por representarlo con una voz off almidonada?
¿Por qué ese modelo para reconstruir aquella época en la que fuimos esponjas para el conocimiento?
No creo que ese procedimiento de representación sea la opción a salvar frente al monumento-shopping, porque ese es el lugar en donde la educación también converge como monumento de memoria digerida.
Creo que es conveniente confrontar la demolición con otro tipo de representación de la enseñanza. Creo que ser Dios-maestro es morir en el intento de la memoria.
¿Por qué se necesita unicamente música para reforzar la memoria confusa o el recuerdo?
No creo que la bandera sea más que un hombre. En el izamiento de ella, me quedo con el momento misterioso y extraño de la mirada hacia arriba del que ejecuta la acción. Porque me quedo con sus pensamientos y con sus dudas.
¿Quién entendió de niño que significa izar una bandera?
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